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¿Qué es el cielo sino un infinito número de islas en el mar de la noche?

29 de agosto 2022
¿Qué es el cielo sino un infinito número de islas en el mar de la noche?

Erytheia. Revista de estudios bizantinos y neogriegos

Discusiones y Reseñas

La revista de estudios bizantinos y neogriegos Erytheia publica en su número 43 una reseña del libro «Navegando por el cielo. Cuentos de dioses y estrellas», de Ana Capsir, que os compartimos íntegramente a continuación:

Ana CAPSIR, Navegando por el cielo. Cuentos de dioses y estrellas, Valencia: Salom Sabar, 2021. 222 págs.

Ana Capsir, autora de Mil viajes a Ítaca, vuelve a viajar, en este caso bajo la cúpula protectora del cielo nocturno de Grecia. Desde la cuna miramos al techo –nos recuerda la autora– y nos pasamos parte de nuestra vida (antes más que ahora) dirigiendo nuestra mirada al techo del mundo, a la bóveda celeste. Ovidio consideraba (con-siderare en latín significa ‘observar estrellas’, ‘contemplar el conjunto de los astros brillantes’, sidera; de ahí pasó a significar ‘pensar’, ‘valorar’, ‘reflexionar’), consideraba Ovidio –decíamos– que el hecho de poder alzar la vista al cielo se revela como una marca diferencial entre los animales y el hombre, aspecto que supone para este un timbre de nobleza que engalana su condición. Y, en cierta medida, también para algunos de aquellos: “estrellera”, se nos dice en El tesoro de la lengua de Covarrubias, de 1611, es «la bestia que levanta mucho la cabeza, que parece mirar las estrellas».

Todos nos hemos sobrecogido alguna vez ante el espectáculo celeste, el llamado “firmamento”, palabra un tanto paradójica, porque no hay nada más mutable que el espacio estelar, como nos recuerda Ana: las fases de la luna, los planetas (que en griego quieren decir ‘astros errantes’), las estrellas fugaces, etc. Pero, al mismo tiempo, el cielo se renueva cada día igual a sí mismo. ¡Qué apropiado en este sentido que se nos recuerde en el libro el lema de Bernoulli, que duerme en la catedral de Basilea: eadem mutata resurgo que, si lo aplicáramos al cielo, podíamos traducir así: “Vuelvo a nacer renovado y el mismo”!

No deja de asombrarnos y reconfortarnos el considerar que contemplamos las mismas estrellas y movimientos que vio el hombre del paleolítico, un hecho que asombrosamente nos une a él. Porque los humanos se han sentido siempre arrebatados por la fascinación y el temor que exhibe la bóveda celeste desde la noche de los tiempos, razón por la que los hombres han querido conquistar este espacio infinito trazando figuras que domestiquen, que hagan habitables, los bellos y terribles jeroglíficos luminosos. La “colonización del cielo” per se es, sin duda, anterior al estudio de los astros en busca de una utilidad, aunque los astros hayan acompañado también, desde muy antiguo, a afanados labradores, humildes pastores u osados marineros –la autora de este libro es una navegante– y han ayudado a los habitantes de la tierra y del mar a que puedan seguir sintiendo las mismas vivencias que Ulises: compañía y ayuda en la navegación. Los caminos de las estrellas, además –ha dejado dicho el poeta Celso Emilio Ferreiro–, pueden recorrerse también «con los ojos encendidos / en la tibia embriaguez de las fábulas». Y así, el cielo ha inspirado siempre a los poetas y ha alumbrado leyendas, ya sea subidas desde la tierra, ya sean inspiradas en el cielo para acabar bajando después a la tierra y dialogar y acompañar al ser humano.

Según una anécdota de la Antigüedad, Tales de Mileto, embebido en la contemplación de las estrellas (he aquí otra etimología celeste: “contemplar” significa ‘formar un templum’; procedente de la raíz *tem, ‘cortar’, ‘delimitar’, trata de acotar un espacio prevalente, una figura determinada –un templo– en el océano de las luminarias sagradas), Tales, decíamos, contemplando las estrellas cayó a un pozo, motivo de burla para una esclava frigia que lo vio. Pero el mismo nombre de Tales nos hace saber que no son incompatibles la contemplación de la belleza y la utilidad caída del cielo. En el libro se desarrollan de manera sencilla ambos aspectos. Podríamos decir que su libro es un diario de a bordo, entendido en un doble sentido: un cuaderno de bitácora útil para la navegación y las artes de marear con ayuda de las estrellas, y el sitio donde se vierten, en permanente diálogo y compañía, registros muy variados de sus experiencias, inquietudes, recuerdos, conocimientos e ilusiones. Por ello recrea también antiguas leyendas recogidas ya por los clásicos, como las de Eratóstenes de Cirene o Arato de Solos, y así habla del gigante cazador Orión, de la Lira de Orfeo, de la forma de Casiopea y otras muchas constelaciones, estrellas o planetas. Explica vicisitudes históricas relacionadas con la historia de la astronomía, como el concepto de armonía musical de las esferas intuida por Pitágoras, o ahonda en etimologías como la del nombre de Lucifer o el de las Pléyades, la pequeña constelación que acompañaba la soledad de la poetisa Safo, una arracimada bandada de aves (en griego moderno pouliá, ‘avecillas’, y en el antiguo peleïades, ‘palomas’) entrevistas en el cielo, de manera parecida a la consideración de “Cabrillas” entre nosotros conforme a nuestra fantasía poética, o reflexiona sobre el nombre de la luna llena en griego moderno, pansélinos, ‘la totalmente brillante’, o fengári, ‘la que ilumina’.

Como es costumbre en la autora, en su diario navegar se muestra su amor a Grecia. ¿Qué es el cielo sino un infinito número de islas en el mar de la noche? Por ello, el libro se llena de luminarias: describe lugares como la Samos pitagórica, Citno o la isla Elafóniso

«con su gama de tonos que viran desde el violeta matutino al rojo del ocaso, pasando por todas las gamas de castaños y pardos a lo largo del día. Las matas y la broza, abrasadas por el sol veraniego, espinosas y desnudas como sigilosas estantiguas que dan sombras filiformes, imposibles hasta para los lagartos» (pág. 121),

revive el puerto de Calamata amenazado de tormenta, la extraña tierra de Limnares o la pequeña isla de Escorpio (que fue de Onassis, todo un personaje trágico) o cualquier otro recodo de la Hélade:

«En la playa había un burro marrón, apenas distinguible del paisaje, dormitaba bajo la sabina de la playa, entrecerrando los ojos y moviendo las orejas al compás de las palabras de su dueña; en los tres días no le había oído rebuznar. La paz de la expresión del ama debía de haber contagiado su terco corazón, e incluso cuando le reñía, por haberse escapado monte arriba, miraba la vara de castigo con desdén y acudía obediente a su llamada, dejándola subir a su grupa paciente» (pág. 123)

La autora intenta describir el sabor de la resina o transcribe canciones griegas. Transmite con pinceladas poéticas su contemplación del cielo y la tierra, y la manera de ser de los habitantes cuyos corazones copian el tempo de la mansedumbre de los asnos y las olas: 

«Hay una cordialidad innata en estas gentes que viven la belleza mirando al mar, se les contagia la naturalidad con la que las olas llegan una tras otra frente a la playa, y quedan impregnados de esa dulzura de no esperar otro regalo mayor que la vida» (pág. 122)

y lo que es sin duda uno de los regalos de la vida: poder participar de todo aquello que nace en el cielo.

43 (2022) pp. 357-359

José R. del Canto Nieto (IES Madina Mayurqa, P. de Mallorca)

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